José Antonio Turrado / Secretario General ASAJA Castilla y León

 Ante la expectativa que se abre de que se acuerden unos pactos para la reconstrucción del país, a modo de los que fueron en su día los Pactos de la Moncloa, suscritos el 27 de octubre de 1977, he querido fijarme en las propuestas agrarias que los políticos de entonces recogían, y sobre cuál ha sido su grado de ejecución.

En primer lugar, en materia de política monetaria se acordó extender el crédito oficial a actividades prioritarias, entre las que se encontraba la agricultura, y se pedía a las cajas de ahorro un esfuerzo para la financiación del campo. A este respecto, hay que decir que la financiación del sector no fue fácil hasta bien entrada la década de los años noventa, pues los activos agrarios se consideraban de escaso valor, y la rentabilidad del campo no permitía tipos de interés por encima de los dos dígitos. También se citaban la cajas rurales como cooperativas de crédito, sin más propuestas que las de democratizar sus órganos de gobierno.

Se planteó la equiparación del Régimen Especial Agrario de la Seguridad Social con el Régimen General, algo que se consiguió, tanto para los trabajadores por cuenta propia como para los asalariados, después de darle no pocas vueltas al asunto, y transcurridos muchos años y varios gobiernos distintos. Hoy, efectivamente, empleadores y empleados del campo tenemos los mismos derechos que otros ciudadanos al encuadrarnos en la Seguridad Social.

Los Pactos promulgaron una “ordenación de cultivos”, algo que nunca se hizo, y de lo que ya se ha encargado el mercado, con sus inexorables reglas, de establecer qué es lo que se puede cultivar en cada territorio y en cada momento de la historia. Un objetivo de dicha ordenación era equilibrar la balanza comercial española, lo que se ha logrado por otras razones –sobre todo relacionadas con la eficiencia– en etapas muy recientes, y no en los años setenta  u ochenta.

Se adquirió el compromiso de elaborar una nueva Ley de Arrendamientos Rústicos, que fue aprobada por las Cortes en 1980 y que resultó un auténtico fracaso hasta que se modificó parcialmente en 1995 con la Ley de Modernización de las Explotaciones. También se propuso una Ley de Reforma y Desarrollo agrario, pero nunca se derogó la de la etapa predemocrática, vigente en la actualidad aunque sobrepasada por legislación autonómica y europea. Sí se aprobó una Ley del Estatuto de la Explotación Familiar y de los Jóvenes Agricultores, que fue un auténtico fiasco y que duró hasta su derogación en 1995, con el último gobierno de Felipe González.

En el afán de traer aire fresco de democracia también al campo, se acordó la convocatoria de elecciones agrarias, que se celebraron en 1979, siendo hasta hoy las primera y únicas que ha habido en todo el país. La falta de una convocatoria única y regular para toda España se ha suplido con elecciones en los territorios, a gusto del gobernante de turno, y con poco rigor salvo en Castilla y León, en Cataluña y quizás la comunidad de Madrid. La falta de elecciones agrarias con carácter regular ha hecho mucho daño al movimiento asociativo agrario español.

Se acordaron también aquellos padres de los Pactos de la Moncloa de los precios agrarios, y de equiparar el nivel de renta del campo con otros sectores; en este terreno, ni entonces pusieron en marcha medidas concretas, ni se ha avanzado demasiado varias décadas después. Los precios agrarios son el gran caballo de batalla del sector. También se declaró en aquellos pactos la intención de que el agricultor fuera el beneficiario directo de las ayudas o subvenciones al sector, algo que no llegó hasta 1993, por la aplicación de la PAC.

Los cambios que se proponían en la regulación de las cooperativas, el deseo de un papel más relevante del sector primario en la transformación y en los mercados, y el anuncio incluso de suprimir intermediarios, no han tenido consecuencias demasiado relevantes, desde entonces a nuestros días.

Y por último, el aspecto agrario que se cita y menos se desarrolla en los textos que se firmaron en 1977 fue el de presentar al Congreso una Ley del Seguro Agrario. Precisamente esta medida, la del seguro agrario, es la que ha perdurado hasta nuestros días, la que de verdad fue un éxito, y la que por sí misma justifica un reconocimiento del mundo agrario al esfuerzo social y político que impulsó la firma de los pactos. El seguro agrario, con todas las imperfecciones, es hoy la principal medida de política agraria propia de nuestro país, y es una buena herramienta para salvar las explotaciones de las inclemencias climáticas y de las enfermedades de los animales.

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