Miguel Blanco / Secretario General de COAG

Si bien el contexto de un europeo es distinto del entorno de una mujer o un hombre de un país en desarrollo y la situación que afronta un agricultor de la vieja Europa parece situarse a años luz de las dificultades de un productor de África, Asia o América Latina, la pequeña y mediana agricultura comparten en el fondo los mismos problemas tanto en el Sur como en el Norte y, por tanto, deben ser afrontados en su conjunto. Las políticas actuales, desde el punto de vista financiero, económico, comercial y empresarial, tienen gran influencia para todos los habitantes del medio rural. Las multinacionales agroalimentarias, junto con las financieras, biotecnológicas y grandes grupos de fondos de inversión, condicionan unos mercados cada vez más globalizados y, en particular las políticas agrarias, arrastrándolas a la cada vez más radical desregulación que facilita sus negocios especulativos.

Con la globalización, el poder de las multinacionales es creciente y cada vez más monopolizado. La Organización Mundial del Comercio (OMC), que del 10 al 13 de diciembre celebra en  Buenos Aires su XI Conferencia Ministerial,  y los acuerdos bilaterales de liberalización comercial, como el que se negocia actualmente entre la UE y MERCOSUR, tienen como objetivo construir paso a paso un mercado “libre” y especulativo a nivel mundial, también en la agricultura y la alimentación, para llevar las producciones sin oposición alguna de un lugar a otro del mundo y localizarlas en el sitio que ofrezca el menor coste. Este principio entra en el reparto del trabajo a nivel internacional: cada zona del mundo (o la que pueda) se especializa en aquel sector que le permita producir a un menor coste respecto al resto sin importar los impactos sociales o medioambientales y vulnerando derechos humanos básicos, como el de la alimentación. Las políticas decididas en la OMC y los Tratados de Libre Comercio destruyen el modelo social y profesional de agricultura, mayoritario en España y en la UE, al tiempo que fomentan una agricultura especulativa, especializada por sectores y orientada a la exportación.

Un modelo comercial dominante que, por otra parte, se niega a reconocer que los recursos tierra y agua son limitados en un contexto marcado por el cambio climático. Y que además se están perdiendo a marchas forzadas como consecuencia de la expansión del urbanismo especulativo, las infraestructuras viarias y la desertización. Según la FAO, en los últimos 15 años se ha retrocedido en superficie agraria útil, y una cuarta parte de la superficie agraria mundial ha perdido su potencial productivo por degradación y desertificación. Esto deviene en una carrera especulativa de acaparamiento de tierras fértiles y de los recursos hídricos en países vulnerables por parte de los países desarrollados y las potencias emergentes. En la última década se han acaparado 80 millones de hectáreas de tierra, el 60% en África y otra buena parte en América del Sur, vinculadas a la sobreexplotación de agua del subsuelo. Paradójicamente, buena parte de dicha superficie no se está destinando a la alimentación de las poblaciones locales, sino a agrocombustibles, fibras textiles o monocultivos para la exportación, con enormes costes energéticos y ambientales por el transporte a largas distancias, que no se visibilizan en los cálculos de eficiencia. Cada día se hace más palpable la paradoja de una liberalización comercial que supuestamente debería beneficiar a las sociedades en su conjunto, generar riqueza y favorecer el desarrollo – o al menos eso argumentan quienes la promueven–, pero que en la práctica sólo beneficia a aquellos que manejan el comercio y destruyen los recursos naturales. Tal y como muestra el último Informe sobre el Comercio Mundial, “el 80% de las exportaciones de los Estados Unidos son gestionadas por el 1% de los grandes exportadores; el 85% de las exportaciones europeas están en manos del 10% de los grandes exportadores y el 81% de las exportaciones se concentra en las 5 principales empresas exportadoras en países en vías de desarrollo”.

No es difícil entender porqué el mercado mundial, en su amplitud, requiere grandes cantidades uniformizadas en cuanto a gusto, forma y duración. Hoy la UE, junto con los gobiernos, están depositando las decisiones sobre la agricultura y la alimentación en manos de las grandes transnacionales que actúan y dominan los mercados internacionales. Los ciudadanos estamos perdiendo la Soberanía Alimentaria, nuestro derecho a decidir sobre el modelo de agricultura y alimentación.

De ahí,  que desde COAG mantengamos que la agricultura y la alimentación no pueden seguir formando parte de las negociaciones y tratados de libre comercio en el seno de la OMC. No pueden ser tratadas como elementos especulativos de los mercados, al mismo nivel que fondos de pensiones, coches o microchips. Debe respetarse y recuperarse la Soberanía Alimentaria de los países, posibilitando un modelo de agricultura sano, sostenible, generador de vida y que respete el derecho innegociable a la alimentación en todas partes del planeta. Es en este contexto en el que COAG defiende el principio de Soberanía Alimentaria, como facultad legítima de los Estados para establecer sus propias políticas agrarias y de alimentación en base a estrategias de seguridad alimentaria, sostenibilidad de la producción y equilibrio respecto a la dependencia de los mercados globales. Ello implica la capacidad de proteger el mercado doméstico y el rechazo del dumping en las exportaciones agroalimentarias, resaltando la relación que tiene la importación de alimentos baratos desde países terceros con el debilitamiento de la producción y de la población agraria local. No se puede avalar un sistema de comercio que no valore a los productores de alimentos, que no respete sus derechos y que amenace su sustento, poniendo en riesgo su propia supervivencia. Es el sector agrario, y especialmente el modelo social de agricultura, el que paga la factura más cara. En el modelo alimentario de las multinacionales no caben las explotaciones agrarias familiares ni la producción de carácter social.

Debemos recuperar el carácter estratégico del sector agrario, como garante de una producción sostenible de alimentos. Aunque este planteamiento pudiera parecer obvio, durante los últimos años las políticas agrarias han estado buscando una legitimación al margen de la producción alimentaria, ya sea en la multifuncionalidad de la actividad agraria, en la protección medioambiental, en la orientación al mercado, en el desarrollo de las zonas rurales o en la necesidad de que la agricultura se adapte a los nuevos acuerdos de liberalización comercial. Aun así, desde COAG siempre lo hemos tenido claro: la esencia de nuestra labor es la producción de alimentos para la sociedad. Por este motivo, día tras día nos reafirmamos en un Modelo Social de Agricultura basado en el carácter social, la eficiencia y sostenibilidad de la actividad agraria, que conforman los hombres y mujeres del campo que trabajan directa y personalmente en sus fincas y granjas y que viven de su actividad, con la finalidad de producir alimentos sanos y seguros para la población. Un modelo que genera empleo y economía real en el territorio que más lo necesita, el medio rural, con el que está integrado y que, por lo tanto, no se deslocaliza.

Sería absolutamente imprescindible verificar el impacto de las aperturas comerciales, especialmente con el objeto de comprobar que se producen avances en materia de respeto al medioambiente, en los derechos laborales y –sobre todo– en el desarrollo económico y social de la población local, y no solo de las grandes corporaciones locales o extranjeras como  sucede en la actualidad caso Para ello, resultaría obligatorio condicionar la apertura de los mercados europeos al cumplimiento de unos estándares mínimos en materia sociolaboral, medioambiental y sanitaria.

El diálogo, la transparencia y el respeto, así como la búsqueda de una mayor equidad con la vista puesta en criterios sociales y medioambientales puede contribuir al desarrollo sostenible, a la seguridad alimentaria y a la mejora de los derechos de las los agricultores de todo el mundo, beneficiándose de todo ello también los consumidores europeos.

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