Rubén Villanueva / Responsable de Comunicación COAG

Por un momento, pongámonos en el pellejo del cerealista español. Pongámonos en sus botas llenas de polvo, en sus dedos que no saben de algoritmos pero sí del tacto exacto de una espiga a punto. Imaginen estar ahí, frente al campo, viendo cómo la cebada se levanta rubia y arrogante mientras en la libreta se desploman los números. Es como ver a tu hijo sacar matrícula de honor para acabar fregando platos en Londres.

Porque hay algo trágico ( y bastante español, si se me permite) en producir más y ganar menos. No es ya el viejo drama de trabajar mucho y cobrar poco: es el de producir como bestias para arruinarse con elegancia. Es llenar los silos y vaciar el alma.

Este año la cosecha pinta bien: casi 20 millones de toneladas. Pero el balance del agricultor sigue cojeando. ¿Por qué? Porque los costes no dan tregua: los fertilizantes suben como si viniesen en yate y los precios de venta bajan como si fuesen de oferta en Aliexpress. Todo esto mientras los cereales de terceros países entran a Europa sin apenas pedir permiso, ni pasaporte fitosanitario. Es como jugar a fútbol contra el PSG con una zamarra rota y dos cordones por botas.

Pero esto va más allá de las cifras. Esto va de poder.

Y el poder, en el mundo del cereal, lo tienen cuatro apellidos que no saben de secano: ADM, Bunge, Cargill y Louis Dreyfus. Suena a aristocracia cerealista, y lo es. Entre ellos mueven el 70% del grano mundial como si jugaran al Monopoly, comprando barato aquí, vendiendo caro allá, siempre un paso por delante de la sequía y dos por detrás de la ética. Tienen satélites, puertos, algoritmos y mercados de futuros. Y cuando un agricultor de Burgos echa cuentas para pagar el gasóil hay alguien en Ginebra ganando millones apostando a que no llueva.

Lo que pasa en un campo de Castilla se decide muchas veces en una oficina con moqueta en Minnesota. Y el agricultor español, el de verdad, el que aún reza cuando la tormenta amenaza, no entra en esa partida. Juega sin reglas o, peor, con las reglas trucadas.

ASAJA, COAG y UPA lo hemos dicho alto y claro: esto es insostenible. Los costes están por las nubes y los precios, por los suelos. Pero el campo resiste. Protesta, corta carreteras, levanta pancartas que nadie quiere leer. Y mientras tanto, seguimos comiendo pan sin saber que cada barra lleva dentro una historia de derrota crujiente.

A veces me pregunto si no estamos todos un poco así: como el cerealista. Produciendo como locos, creyendo que el esfuerzo lo es todo, esperando que el sistema nos devuelva algo de justicia. Y viendo, como ellos, que el sistema no devuelve nada que no haya cobrado primero.

Y aún así, sembramos.

Qué oficio más raro, más noble y más cabr***: sembrar sabiendo que quizás no te compense.

Pero sembrar igual. Porque con las cosas de comer no se debería jugar.

(Publicado en el blog del autor: El Blog de Rubén Villanueva – Comunicación agroalimentaria, marketing y otras hierbas)

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