Estefanía Torres / Eurodiputada de Podemos y miembro de la Comisión de Agricultura del Parlamento Europeo
Valonia, la pequeña región francófona belga que plantó cara al CETA y que ha forzado su modificación (aunque ésta sea mucho menos esperanzadora de lo que cabría pensar), puso la supervivencia de su agricultura en el centro del rechazo al acuerdo comercial. Resulta curioso cómo al resto de países de Europa no les han preocupado las amenazas objetivas que supone el CETA para sus zonas rurales. En España, de hecho, el mismo Gobierno en funciones que no podía ratificar el Acuerdo de París (de reducción de emisiones para luchar contra el cambio climático) se apuró sin embargo a dar el visto bueno al acuerdo comercial.
Bajo la premisa de que la política comercial es la principal fuerza estabilizadora en momentos de crisis, la Comisión Europea trazó en octubre 2015 una nueva estrategia denominada «Comercio para todos. Hacia una política de comercio e inversión», donde los tratados de libre comercio como el TTIP y el CETA ocupan un lugar privilegiado. Esta fe de la Comisión en la capacidad socializadora del comercio no es desde luego compartida por gran parte de la ciudadanía, que mira con preocupación cómo estos tratados afectarán a nuestros derechos, a nuestra agricultura, a nuestra alimentación y a nuestro modo de vida.
El CETA comenzó a negociarse hace siete años y es el tratado más ambicioso que haya emprendido Europa. La comisión lo denomina «ground-breaking agreement», un acuerdo pionero. Y es cierto, sin duda. El CETA es el primer asalto a la democracia y a los derechos de las mayorías sociales de ambos lados del Atlántico. Sus ejes de acción principales son: neutralizar a los poderes públicos para forzar la desregulación máxima y llevar a cabo la privatización más ambiciosa de lo que queda del sector público en la UE y en Canadá.
Bélgica fue el último estado de la UE en dar su visto bueno al CETA a causa de la oposición del Parlamento regional de Valonia. El desafío valón se terminó el pasado 28 de octubre. Pero durante unos días pudimos saborear la victoria de ver cómo un pequeño pueblo se enfrentaba a la Comisión Europea haciendo uso de su soberanía. “Algo tan oscuro como un tratado de comercio internacional se ha convertido en objeto de pasiones políticas. Nunca he recibido tantos mensajes de gente diciéndome que se sentía orgullosa de ser valona», dijo el primer ministro valón, el socialista Paul Magnette el día que claudicó.
Podemos tumbar el CETA en el Parlamento Europeo. Pero la batalla aún no está perdida. El CETA debe ser aprobado por el Parlamento Europeo el 14 de febrero de 2017. Tenemos tres meses para hacer una fuerte campaña en el para intentar tumbar el CETA en el pleno. Porque no nos equivoquemos, Valonia no ha conseguido “un nuevo CETA”. Ninguna línea del tratado ha sido cambiada, las negociaciones sólo han sido relativas a su interpretación. En realidad, los compromisos obtenidos hacen referencia a la interpretación de ciertas cuestiones, algo que ya se había planificado a mediados de octubre en una declaración complementaria redactada por Cecilia Malmström, comisaria de Comercio de la UE, para satisfacer, entre otras, las exigencias de Alemania. Se dice que no entrará carne de buey con hormonas, que los servicios públicos estarán protegidos y que no habrá una corte de arbitraje privada para dirimir los conflictos entre los Estados y las multinacionales.
Bélgica, si fuese necesario, podrá incluir en el tratado la protección de una denominación de origen y una “cláusula regional” de salvaguarda que se podrá activar en caso de desequilibrio en el mercado agrícola. Sin embargo, estos compromisos añadidos, en principio, solo afectarán a Bélgica. El contenido del tratado no se ha modificado porque eso significaría reabrir las negociaciones con Canadá y a su vez con los demás países miembros.
Pero lo importante es que Valonia ha abierto un debate, y lo que necesita Europa cada vez más en estas cuestiones, es justo eso; más debate público, no menos. Debemos recordar que el CETA, como el TTIP el TISA, son tratados que se negocian con gran secreto porque sacarlos a la luz genera un enorme rechazo popular. Por ejemplo, mucha gente quizás no sabe que la Comisión Europea está intentando actualizar un tratado de libre comercio con México introduciendo las cláusulas más polémicas del TTIP o el CETA.
Tenemos antecedentes que nos ponen sobre aviso de los peligros de este tipo de tratados. Precisamente en Canadá, gracias al tratado de libre comercio con América del Norte –el NAFTA–, aprobado en 1994, las exportaciones se triplicaron, sí, pero no sólo no se cumplieron las promesas de crecimiento económico, empleo y mejores sueldos, sino que Canadá perdió en torno al 40% de su sector agropecuario.
Además, la mayoría de las reses, cerdos y aves de corral canadienses se concentran ahora en grandes explotaciones agroindustriales. Las normas de bienestar animal son laxas, hay poca vigilancia hacia los productores cárnicos, impelidos a incrementar la producción a precios cada vez más bajos. Tienen una legislación altamente tolerante con los pesticidas; los transgénicos se comercializan sin que sea obligatorio indicarlo en el etiquetado; utilizan pigmentos alimentarios que en Europa tenemos prohibidos, permiten inyectar la carne con ractopamina y su legislación apenas atiende al principio de precaución en la seguridad alimentaria.
Y todo esto será lo que heredaremos en Europa gracias al CETA y su principio de “armonización reguladora”, que quiere decir que los requisitos legales se igualan, pero hacia quien los tiene más bajos.
Paul Magnette del que hace unos días estábamos orgullosas afirmaba que el tratado tiene cosas interesantes, pero “la cuestión es saber qué globalización queremos”. Esa es la cuestión. Nosotras queremos una globalización que ponga a las personas en el centro de las políticas, donde la solidaridad internacional y los derechos humanos circulen sin entender de fronteras. Una globalización que respete la agricultura y la soberanía alimentaria de los pueblos del mundo. Y para ello seguiremos dando la batalla.