Si en estos días de merecido reconocimiento a Adolfo Suárez, nuestro primer presidente de la etapa democrática, alguien que le atribuyera a él y a su gobierno el mérito de la modernización del campo sencillamente no estaría reflejando la realidad. El campo español, y por extensión el de Castilla y León, no experimentó cambios destacados en sus estructuras productivas y de comercialización en los primeros años de la democracia. Se siguieron aplicando políticas intervencionistas en los mercados agrarios, que garantizaban unos precios de referencia y una protección respecto a la amenaza del mercado exterior; se avanzó en las infraestructuras agrarias en la medida que la economía del país lo permitía, y se siguió apostando por una política de regadíos heredada del régimen de la dictadura. Se avanzó en la protección de la Seguridad Social, en coberturas sanitarias, y en nuestros pueblos se empezó a vivir una transformación hacia el progreso, paralela a una lenta pero implacable sangría poblacional. Afirmo por tanto que el cambio de la dictadura a la democracia no fue trascendental en la actividad productiva agraria, como tampoco lo fue años más tarde la llegada de un gobierno socialista con promesas de un mejor reparto de la riqueza. Ese cambio trascendental se produjo únicamente cuando España entró en la Unión Europea, ya en el año 1986. La integración en la entonces Comunidad Económica Europea se vivió primero como una amenaza y después se convirtió en una oportunidad, sobre todo a partir de la gran reforma de la PAC que entró en vigor en 1993.
Dicho esto, es justo reconocer a Adolfo Suárez al menos tres grandes cuestiones legislativas relacionadas con el sector agrario español. La Ley de Arrendamientos Rústicos de 1980, pensada para proteger los intereses de los agricultores arrendatarios respecto a los propietarios o arrendadores, estuvo vigente casi un cuarto de siglo, y las leyes posteriores, elaboradas por la izquierda y la derecha, no han tenido más remedio que ser un mero calco en lo fundamental. Hay que decir, con la perspectiva del tiempo, que el legislador se puso de parte del más débil, y que los grandes grupos de poder, los grandes propietarios absentistas, perdieron la batalla.
En materia de derechos y libertades, a Suárez le tocó abrir la interlocución socioeconómica a unas incipientes organizaciones profesionales agrarias, donde por cierto las más fuertes eran de la extrema izquierda, y lo hizo con un modelo que hoy por hoy los gobiernos sucesivos no han mejorado. Trasformó las viejas Hermandades de Labradores y Ganaderos en unas democráticas Cámaras Agrarias, y convocó el único proceso electoral que se ha celebrado en democracia para medir la representatividad del sector –21 de mayo de 1978– y del que ahora trata de hacer una burda copia el ministro Cañete. Y lo convocó a sabiendas de que quienes más posibilidades tenían de ganarlo eran las organizaciones afines a la izquierda –uniones de campesinos integradas en la COAG– que además abogaban por la extinción de las Cámaras Agrarias.
Y por último, el gran logro agrario del gobierno de Suárez fue la puesta en marcha de actual sistema de seguros agrarios, cuestión que formó parte de los llamados Pactos de la Moncloa. Un sistema de seguros agrarios que es la piedra angular de la política agraria en nuestro país, que con pequeñas reformas ha permanecido hasta nuestros días, y que es el único instrumento válido para un sostenimiento de rentas en las familias de agricultores y ganaderos cuando una epizootia, una plaga, o una adversidad climática, diezma una cabaña ganadera o arruina una cosecha. Esta Ley 87/1978 de 28 de diciembre está en plena vigencia, aunque muchos desconozcan que también fue obra de un gran presidente: Adolfo Suárez.