Rafael Belmonte / Diputado andaluz y portavoz adjunto de la Comisión de Trabajo y Economía Social

Ahora que andamos dando vueltas a las palabras, sometiendo algunas a contorsiones semánticas tan imposibles como improcedentes, no estaría de más que acometiéramos otras resignificaciones mucho más razonables y pertinentes. Tal es el caso de lo sostenible, palabra que ha venido siendo utilizada, más que para conciliar al hombre con la naturaleza, para enfrentarlos en una oposición irresoluble. Y además de irresoluble, absurda, y doblemente absurda en el caso de aquellos hombres que viven de, por y para la naturaleza.

Me refiero, claro está, a los agricultores, cuyas protestas están cargadas de razones. Entre otras reivindicaciones, lo que demandan es que no se les coloque siempre en una relación de contradicción con el medio ambiente. Ellos se sienten los mayores defensores de la naturaleza, de la que dependen, y consideran que su actividad es verde, la más verde de las actividades productivas, por lo que no entienden que se pueda defender el medio natural perjudicando sus intereses. Y en eso dicen mucha verdad, pues, si arruinamos la agricultura, perderemos la biodiversidad y  nuestros campos se convertirán en secarrales y vertederos de los pueblos más cercanos. Si abandonamos la agricultura, con ella perderemos también toda esa arboleda, que es, junto a la dehesa, sumidero muy principal de CO2. Postergar la agricultura es menoscabar el empleo y todo ese patrimonio sociológico que representan las formas de vida ligadas al campo, y es arriesgar el patrimonio monumental vinculado a poblaciones rurales que podrían quedar abandonadas.

Necesitamos, por ello, resignificar lo verde y entender que el desarrollo sostenible implica muchas otras facetas (económica, social, demográfica, territorial, cultural…) que deben ser puestas en una balanza común con lo medioambiental y cuyos platillos deben mantenerse equilibrados. Aunque quizás la mayor resignificación que necesitemos sea la de la propia agricultura, que hoy pasa por una actividad poco relevante para el interés general, cuando es justamente lo contrario. El sector agroalimentario es estratégico por su aportación de riqueza y empleo, sobre todo en el medio rural, por su contribución clave a las exportaciones y a la balanza comercial, y por su papel aún más determinante en el equilibrio demográfico y territorial… además de por algo no suficientemente ponderado: la soberanía alimentaria.

Cuando hablo de resignificar la agricultura, me refiero a destacar todo lo anterior. Pero me refiero particularmente a que deje de ser percibida como una amenaza medioambiental, para que sea vista como lo que es: una actividad que embellece su entorno, crea paisaje, da vida al territorio y fomenta la biodiversidad. Me refiero a dejar de asociarla injustamente al cambio climático para incidir en el papel real de olivares y frutales en la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera. Me refiero a despojarle del tópico de su asociación con las élites rurales, dado que la inmensa mayoría de regantes son pequeños propietarios y se trata la actividad productiva con mayor impacto en la cohesión e igualdad social de su entorno. Me refiero también a rejuvenecer su imagen, mostrando que es la que retiene a la juventud en sus pueblos. Y sobre todo me refiero a dejar de proyectarla como una actividad atrasada y de espaldas a la innovación. En el caso de nuestro país, esto resulta especialmente injusto, con una agricultura modernizada en la mayor parte de su superficie de riego, y que en innovación, digitalización y eficiencia hídrica no está por detrás de la afamada agricultura israelí en algunos territorios de España como Murcia o Andalucía.

Si a todo ello sumamos el protagonismo que las cooperativas agrícolas tienen dentro del sector agrario, tendremos una radiografía aún más completa de la contribución de este sector a la sostenibilidad. Quiero decir que una buena parte de la economía asociada al campo es economía social, lo que significa que está desarrollada por entidades que no son empresas mercantiles y que se caracterizan y distinguen por la priorización del fin social, la promoción de la solidaridad interna entre los trabajadores, la participación de estos en la propiedad y gobierno, y el compromiso con su territorio, entre otros rasgos destacados. Las cooperativas agroalimentarias son un gran baluarte de la economía social, y la economía social es un gran baluarte, entre otras cosas, de la estabilidad laboral, de la igualdad salarial, de las primeras oportunidades profesionales para los jóvenes, del empleo inclusivo, femenino y de personas mayores de 55 años, y de emprendimiento rural.

Deberíamos, por tanto, resignificar lo sostenible para proteger la agricultura, y al revés: resignificar la agricultura para proteger lo sostenible. Hacerlo, encontrando el sentido original de esas palabras que en algún momento extraviamos, es defender las cosas en las que (casi) todos creemos: el bienestar general, el emprendimiento y el empleo, la igualdad de oportunidades, el progreso para todos, la protección medioambiental, el equilibrio demográfico y la cohesión territorial.

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