Jose Manuel De Las Heras / Coordinador estatal de Unión de Uniones

jose manuel de las heras unoin unionesRara es la mañana en la que no nos desayunamos con alguna noticia sobre un nuevo incendio, ya sea en Castillo de las Guardas (Sevilla), en Verín (Orense), en Piedrabuena (Ciudad Real) o en cualquier otro punto de nuestra geografía, que se van sumando a una larga lista de desastres en este verano que, por desgracia, aún no podremos dar por cerrada.
Sin lugar a duda, ha sido el de La Palma el que más ha focalizado la atención pública por las vidas que ha costado, por lo tristemente absurdo de su origen y por la zona arrasada. Cada incendio se nos lleva, con los recursos naturales destruidos, un poco la vida de todos, pero en algunos casos de una forma dramática, fulminante y cruel. Sin embargo es algo que se nos vuelve a olvidar todos los otoños.

No hace falta esperar a que se cierren las cifras de 2016 para saber que la cosa va mal. Irá mal ya pase lo que pase este año porque en los últimos 10 han ardido en España cerca de un millón de hectáreas. Hay muchas provincias españolas que miden menos. Un millón de hectáreas consumidas por el fuego cuya regeneración es difícil y lenta; y a veces imposibles de restaurar a su estado natural.

Que la prevención no está funcionando es evidente. Pero ¿cómo se previene la estulticia humana? ¿Cómo su ruindad?. Cuando el 95 % de los incendios son provocados los planes preventivos son útiles, son necesarios, pero no bastan para evitar que en Galicia una señora se dedique a ir sembrado de velas el monte para meterle fuego.

En los años 70 el conejo del ICONA ya nos preguntaba desde los carteles de su campaña de concienciación ¿quién quema el monte?. Desde entonces ya han llovido campañas de éstas que tampoco han frenado esta sangría verde de todos los veranos.

Y cada mes de julio y agosto los medios humanos y materiales tienen que multiplicarse, o al menos así lo parece en época de recortes presupuestarios, para acudir a combatir el fuego propagado como una epidemia por cualquier punto de España.

Vamos camino de acabar con los incendios por la vía de que no haya monte para arder. Como en el Sahara. Antes de que eso nos suceda reconozcamos con humildad que, pese al encomiable esfuerzo de muchos, algo está fallando… o que puede que estén fallando muchas cosas.

Duelen las imprudencias y los descuidos que ocasionan en nuestros bosques tragedias tan evitables… y al tiempo tan difíciles de evitar, parece, como las de cada fin de semana en nuestras carreteras. Creo que la inmensa mayoría de los ciudadanos sentimos repugnancia cuando las tragedias se provocan, no por una inconsciencia, sino por la maldad en estado puro personificada en pirómanos que haríamos bien, a falta de mejor prisión, en pagarles cada verano unas vacaciones en el Polo Norte o en el desierto de Atacama.

Pero también, me desesperan en mi región de Castilla y León, o donde sea, esos montes abandonados a su suerte por imperativo legal, en la idea errónea de que ellos solos retornarán con el paso de los años a su situación primigenia; que lo mejor es erradicar cualquier actividad humana, incluso aquellas que tradicionalmente han contribuido a mantenerlo limpio de excesos de material combustible y a sensibilizar a la población del entorno próximo en lo precioso de su conservación. No es posible alejar físicamente a las personas del monte, sin desconectarlas también anímicamente, socialmente. Lo decía hace poco Marc Castellnou, bombero de élite: los productos cuya elaboración requiere “un espacio en el paisaje” dificultan la propagación de incendios porque restan “carga de combustible” y que no arde igual un bosque abandonado que uno pastado por ovejas y cabras.

Tampoco podemos olvidar que la muerte del monte es un negocio mejor -para algunos, que no para la sociedad- que el monte vivo. Más de 50.000 euros por hora cuestan el operativo para apagar un incendio. Hay negocio mientras se intenta apagar el fuego, negocio cuando se limpian y retiran los residuos, negocio con la madera quemada, negocio cuando se reforesta… y no digamos cuando se urbaniza o se construye, aunque sea supuestamente en aras del “interés general”.

El humo del fuego puede ocultar muchos intereses creados que se retroalimentan unos a otros… y puede también que muchos mitos. Averigüémoslo profundizando más en el diagnóstico y pongámosle solución si podemos, que ya sé que no es fácil.

Pero a ver si este otoño, cuando se apaguen los micrófonos de las ruedas de prensa sobre las estadísticas de conatos, grandes incendios y hectáreas arboladas y de monte bajo… cuando los políticos ya hayan vendido todos sus extraordinarios esfuerzos en los medios terrestres y aéreos desplazados y la escasa colaboración que han encontrado en la Administración de enfrente… cuando llegue el otoño, por favor, que no se nos olvide otra vez esta tragedia nacional.

No nos resignemos a que entre nosotros y el cambio climático –que algunos dicen que es lo mismo, vaya usted a saber- acabemos con el patrimonio natural, forestal y de biodiversidad de nuestro país, de nuestra tierra, de nuestro campo. Demos el espacio que necesite a una reflexión constructiva con todas las partes involucradas, también con nosotros, con los agricultores y ganaderos, que estamos en el medio rural y que tenemos también mucho que perder, quizás incluso más que otros, aunque a veces nos resulte difícil verlo. Nosotros estamos dispuestos a sentarnos y a buscar soluciones colectivas para que dentro de un tiempo, ojalá fuera poco, no tengamos que repetir cada verano el mismo abatido discurso.

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