Ginés de Haro Brito / Ingeniero agrónomo por las ETSIAM de la Universidad de Córdoba
Se quejaba el otro día un periodista del diario El País en su cuenta de Twitter de lo caro que le habían costado dos desayunos “normales y corrientes” en un bar de barrio de Madrid. Aprovechaba para denunciar que era una forma de degradación del barrio y “el modelo de ciudad que se propone” (sic). Ya se sabe que hay un tipo de periodista para el que hasta un desayuno es buena excusa para darle a Ayuso. Este en concreto, defensor leal de las políticas de Sánchez , consideraba un desayuno normal y corriente “una tosta de tomate ecológico”, un cortado de leche de avena y otro de leche sin lactosa.
No es intención del que escribe debatir sobre si se puede considerar un desayuno “normal” en un bar de barrio el que contiene leche de avena o tomate ecológico. Supongo que irá en función del lugar y de los gustos. Lo que sí es sintomática es la aparente contradicción en el que incurre el concienciado consumidor urbanita que, defendiendo los postulados ecológicos, se queja después de que el producto ecológico es muy caro. Da la impresión de que no existe todavía un conocimiento sobre las consecuencias que el avance de las obligaciones “verdes” pueden traer para todos los consumidores.
Pero pongamos las cosas en contexto. El Pacto Verde Europeo o “Green Deal”, aprobado por la Unión Europea, pretende lograr el objetivo de alcanzar la neutralidad climática en 2050, con una reducción del 55 % de los gases de efecto invernadero respecto al año 1990.
Entre las cuestiones que preocupan están la pérdida de biodiversidad, que se deteriora en Europa por la agricultura intensiva y el abandono de tierras. De ahí que se establezcan de cara a 2030 una serie de medidas que afectan de forma importante a la agricultura europea. Dentro de la estrategia “Del campo a la mesa” se obligará a reducir un 50% el uso de plaguicidas químicos y el 20% el uso de fertilizantes. Además plantea alcanzar el 25% de superficie dedicada a la agricultura ecológica.
Nadie en su sano juicio puede oponerse a la mejora y el cuidado de nuestro planeta, dicho así, en términos generales. El problema puede surgir cuando los objetivos que se plantean y las obligaciones a los agricultores tienen unas consecuencias indeseables que hacen muy difícil mantener una renta digna para los que producen alimentos.
En el caso concreto del plátano, la reducción de un 20% en el uso de fertilizantes químicos nos enfrenta a un desafío serio. La rentabilidad de nuestro cultivo pasa por tener unos rendimientos altos que pueden verse afectados con la reducción de los fertilizantes, especialmente el Nitrógeno. Ya se sabe que la platanera es altamente exigente en este elemento. Conseguir fuentes de Nitrógeno alternativos a los químicos que aporten cantidades suficientes para mantener las producciones actuales no es tarea fácil. Podría hablarse de aportes de materia orgánica como estiércol o compost. Pero las experiencias actuales en plataneras ecológicas que usan este tipo de abonos indican que es muy habitual que se reduzcan las producciones.
Por otro lado, el estiércol es cada vez más escaso y caro debido a la reducción continuada de la ganadería en nuestras islas, lo que unido al alto precio del transporte y al coste de la mano de obra para aplicar dichas enmiendas hacen que se convierta casi en un lujo aplicar de forma continuada materia orgánica en nuestros suelos. Podría ocurrir que, como se suele oír, la mejora de la salud y los microorganismos del suelo permitan desbloquear los nutrientes y por tanto aumentar eficiencia en la asimilación de abonos que a día de hoy se acumulan o se pierden hacia el subsuelo por percolación.
Se trata, de alguna manera, de desandar el camino seguido por la Revolución Verde, aquella que en los años 60 consiguió multiplicar la productividad de los cultivos, y con ello producir muchos más alimentos para una población mundial que se multiplicaba. Entre las claves de esta revolución estaban, además del uso de nuevas variedades de cereales resistentes a condiciones extremas y plagas, la utilización de fertilizantes químicos y pesticidas que justo ahora se quieren reducir.
¿Podremos mantener la productividad con menos fertilizantes? Esa es la pregunta clave.
El otro aspecto que podría tener consecuencias es la reducción del 50% de fitosanitarios químicos. En la actualidad los agricultores ya se están viendo afectados por la paulatina reducción de materias activas para combatir plagas del plátano como mosca blanca, araña roja, trhips, lagarta o picudo. La escasez de productos genera además una mayor resistencia de las plagas, ya que pueden generar resistencia. Las altas temperaturas están produciendo además un incremento de los ataques, como se ha visto especialmente con la araña roja, en zonas donde no eran tan importantes hasta ahora, ya que no se detiene su ciclo de reproducción debido al calor.
La utilización de enemigos naturales contra estas plagas es casi una obligación por la falta de alternativas. Su eficacia es variable, dependiendo de las condiciones concretas del lugar, el cuidado del agricultor y otros parámetros difíciles de controlar. Y tampoco son económicas. Tenemos todavía mucho que afinar respecto a qué momento es el más adecuado para su aplicación y en qué dosis. La investigación aplicada al campo se vuelve fundamental para resolver cuestiones técnicas todavía pendientes.
Las consecuencias de una mayor incidencia de las plagas provocan de nuevo una reducción de la productividad de la finca, bien porque, como el caso del picudo, muchas piñas no llegan a llenar y la planta es más frágil ante cualquier viento o brisa, por la reducción “silenciosa” del peso de las piñas por su dificultad para coger grano o porque las mermas de fruta en el empaquetado aumentan. En este punto, es bueno recordar que según las normas de comercialización del Plátano de Canarias, deben estar “limpios, prácticamente exentos de materias extrañas visibles, prácticamente exentos de parásitos y prácticamente exentos de daños de parásitos”. Si queremos reducir el uso de fitosanitarios, parece normal que se incrementarán los daños en la fruta. Y si es así, la única manera de mitigar las inevitables pérdidas sería permitir que aquellos plátanos con algo de daño que no afectan a su sabor y que hoy en día van a la tolva pudieran comercializarse.
Hablamos de exigencias de la Europa de los 27 hacia sus producciones. Pero ¿qué sucede con las importaciones de otros países? Esa es otra cuestión. En palabras de Vicente Estruch, Director de la Cátedra Fertinagro-Biotech y Profesor del Departamento de Economía Rural y Agroambiental de la Universidad Politécnica de Valencia, “las restricciones europeas tratan de cuidar no solo la alimentación de los ciudadanos , sino también el medioambiente en el que se producen. Sin embargo, para las importaciones se aplica el Codex Alimentarius, una colección de normas alimentarias aceptadas internacionalmente centradas más en la seguridad alimentaria que en el medioambiente.
Según estas normas, los países competidores pueden usar productos prohibidos en Europa, como el metil-clorpirifos, siempre que su nivel de residuos esté por debajo del límite permitido”. Es decir, que eso explicaría que no juguemos con la misma baraja plataneros europeos con nuestra competencia bananera y que el Pacto Verde ahonde si cabe las diferencias entre nuestras producciones y las importaciones.
La sociedad exige alimentos más sanos, frutas más limpias y ecológicas. Y la Unión Europea nos pide además un esfuerzo que va a llevar consigo, con total seguridad, un incremento de los costes de producción (y la reducción previsible de productividad). La única forma de mantener una renta digna para los agricultores es la subida de los precios de venta para compensar el incremento de costes.
Queda por ver si los consumidores están dispuestos a pagar más por productos más sanos, o nos encontraremos con posturas como las del periodista que abre este este artículo: queremos alimentos ecológicos desde la comodidad de la ciudad mientras nos quejamos de que están muy caros. Duros a cuatro pesetas. También será momento de ver la coherencia de los gobiernos que apoyan medidas sostenibles y populistas en el momento en el que la subida de precios de productos del campo reflejada en el IPC les haga quedar mal en la foto electoral.
En resumen, que el Pacto Verde está muy bien, pero sería conveniente estar preparados para que las consecuencias previsibles de su aplicación no recaigan exclusivamente en los bolsillos y las condiciones de vida de unos agricultores ya bastante castigados con las subidas de costes y el exceso de burocracia.
(Publicado en Agropalca)