EFE.- Perretxikos. También llamados «seta de san Jorge»; tan «de san Jorge» que Linneo, en 1753, los bautizó como Tricholoma georgii, nombre científico con el que fueron conocidos hasta que un micólogo holandés llamado Marinus Donk decidió, en 1962, llamarlos Calocybe gambosa, lo que tal vez sea un acierto científico, pero que a mí me parece, qué quieren que les diga, una metedura justamente de gamba: los nombres científicos deberían ser perdurables, pero está visto que todos tenemos nuestras ansias de notoriedad, incluso los micólogos.
Hay que decir, antes de seguir, que la palabra perretxiko designa, en principio, a cualquier seta en euskera, como toda seta es un «bolet» en catalán (y era «boletus» en latín) o un «champignon» en francés. Pero se empezó a dar ese nombre a las setas de primavera, a las setas de san Jorge, y ahora llamamos perretxikos precisamente a estas, aunque hay quien deja entrever connotaciones numismáticas y les llama «perrochicos».
Bien, nomenclaturas aparte, el hecho es que ya están aquí los primeros perretxikos. El otro día di con ellos, sin esperármelo. No entre la hierba de un prado, como explica la excelente enciclopedia de setas editada en su día por Iberduero; sencillamente iba paseando por la madrileña calle de Ayala y mi buen amigo Félix Vázquez, a la puerta de su fabulosa frutería, me dijo: «ya hay perretxikos».
Y allí los tenía expuestos, clasificados por tamaños y precios (estos inversamente proporcionales a aquellos). No me hizo falta más, y a casa me fui con un cuarto de kilo de esta pequeña maravilla primaveral.
Conseguí sobreponerme a mi sempiterna tentación de comerme unos cuantos al natural y decidí esperar a que se cocinaran. Mientras, disfruté de ese aroma a harina fresca tan apetitoso, tan incitante, tan delicioso. Un aroma perfecto por sí mismo, auténtica alma de los perretxikos.
Un alma que muchos cocineros de última generación o asimilados se empeñan en destruir añadiendo a estas setas incomparables ingredientes de lo más disparatados, capaces de minimizar y hasta anular ese aroma, esa alma.
¡Perretxikos con aceite de trufa! ¡Por el amor de Dios! Como dice el viejo chiste, cuando a trufas, a trufas, y cuando a perretxikos, a perretxikos.
El aroma de las trufas, también maravilloso, también inigualable, es una auténtica agresión a la sutileza del que se desprende del perretxiko. Pero ya se sabe que hoy la máxima aspiración de los jóvenes y bulliciosos cocineros es ser originales. Con su pan se lo coman. O mejor sin pan.
Yo limpiaré a conciencia mis perretxikos y pondré unas gotitas de aceite virgen suave en una sartén de hierro. Procuraré que su sabor, además de enriquecerse con un punto de sal, se impregne de sus propias esencias, así que dejaré que, en su breve estancia en la sartén, vayan soltando su propia agua y se terminen de hacer en ella, que les conferirá todos los sabores del prado en primavera.
Por otro lado, escalfaré un huevo de gallina a poder ser golfilla, despojaré a la yema de los velos de clara que la cubren y la colocaré, perfectamente desnuda, sólo con unos pétalos de sal marina, sobre la cama de perretxikos. Y ya. No hace falta nada más.
Aroma y textura de las setas; untuosidad de la mejor salsa del mundo, cuyos derechos de autor son de las gallinas. Placer puro.
Hay quien prefiere utilizar los huevos para hacerse en la propia sartén el clásico revuelto que se aplica a todas las setas; no diré yo que sea mala cosa, pero sí que prefiero, incluso desde el punto de vista estético, usar solo la yema y llevarla intacta a mi plato: ya haré yo mi revoltijo a mi gusto, o tal vez me limite a ir mojando los botones (de ese tamaño son) en la yema.
Ya está aquí la primavera, aunque a muchos no se lo parezca y, según el día, se quejen de que hace frío, de que hace calor, de que llueve. Llueve, sí; en abril es lo suyo, porque abril no es julio, aunque nos empeñemos en ir a la playa en rebaño.
Y miren: que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva, los pajarillos cantan, los perretxikos brotan. Si no llueve, no hay perretxikos que valgan. Los perretxikos son, con los guisantes «lágrima» y los espárragos de ambas Tudelas, la de Navarra y la del Duero, tan milagros de la primavera como las hojas verdes que le brotaron «con las lluvias de abril (¿lo ven?) y el sol de mayo» al «olmo seco, herido por el rayo» al que cantó don Antonio Machado.