Charo Arredondo y Jaume Bernis  / Responsables Sectores Ganaderos de la Comisión Ejecutiva de COAG

El pasado 6 de julio, el actual Ministro de Consumo publicaba un artículo en el que lanzaba una recomendación a la sociedad española de moderar su ingesta de carne. El tema de la carne no era nuevo aunque sí la forma de plantearlo: Garzón hablaba en su texto de que “no todos los modelos de producción agropecuaria tienen el mismo impacto; hay sistemas más sostenibles”. De la noche a la mañana se introdujo, en las distendidas conversaciones de sobremesa de todo el país, el debate sobre modelos de producción de alimentos.

Desde COAG llevamos años defendiendo un esquema muy concreto de ganadería y alertando de la uberización del campo español; esto es, señalando la sustitución de pequeñas y medianas explotaciones por macrogranjas, oponiéndonos a la desregulación de los mercados agrarios, publicando informes, elaborando estadísticas y, en definitiva, haciendo sesudas reflexiones que, casi siempre, acaban leyendo en nuestro propio entorno pero no llegan a esas sobremesas que tanto se alargan tras haber disfrutado de una comida que siempre tiene una historia detrás.

La historia de los alimentos consumidos en España ha estado vinculada, durante décadas, a la historia de muchas pequeñas y medianas explotaciones familiares y profesionales que aportaban a la sociedad mucho más que sólo sus productos. Aportaban población a las zonas rurales, de montaña o de difícil acceso; aportaban mantenimiento del territorio y los ecosistemas; aportaban formas tradicionales de producción y cultura; pero, sobre todo, aportaban resiliencia y amor por un oficio. Este modelo de explotación aún está presente en nuestro campo y sigue siendo el mayoritario en número. Pero no en producción.

Según datos del Ministerio de Agricultura, en el caso del sector lácteo sólo el 12’3% de las explotaciones produce ya más de la mitad de toda la leche que se ordeña en España. Desde que se desreguló el mercado lácteo eliminando el sistema de cuotas, en 2015, han desaparecido de nuestro país 5.000 ganaderías (sobre todo las de menor tamaño). En el caso del porcino, desde 2007 han desaparecido en España 22.710 pequeñas y medianas ganaderías y, durante el mismo periodo, se han instalado 11.586 nuevas y más grandes, y se ha incrementado la producción de carne en un 46%. Esta progresiva concentración de la producción en pocas manos es lo que llamamos “intensificación” y se da a costa del cierre de miles de empresas familiares que son incapaces de seguir compitiendo con las “macroexplotaciones” (tanto de aquí como de otras partes del mundo). Esta evolución no ha sido casual, sino que se ha ido fomentando durante años por parte de las administraciones públicas y las grandes empresas alimentarias españolas y europeas.

A pesar de que nuestra organización fue la primera en acuñar el término “macrogranja” para alertar de los impactos del proyecto de 20.000 vacas lecheras que quiere instalarse en Noviercas (Soria), lo cierto es que no existe a día de hoy una definición consensuada de lo que es una “macrogranja”. Tampoco de otros conceptos utilizados en los debates de estos últimos días (como “agroindustria” o “ganadería extensiva”). Esta falta de concreción, que para la mayoría de la sociedad puede no ser un problema, para los ganaderos y ganaderas de COAG sí lo es. Lo es porque cuando se opone el término “ganadería industrial” –la más intensiva o que aplica lógicas de economías de escala– al de “ganadería extensiva” –justo la opuesta–, pero sin definirlas, la mayoría de nosotros y nosotras no estamos seguros de dónde nos situamos. Y, si un modelo se señala ante la opinión pública como positivo o deseable y el otro, por oposición, se señala como lo contrario, saber dónde lo sitúan a uno es tremendamente importante.

Entre la ganadería industrial y la ganadería extensiva existe una gran variedad de modelos de ganadería en España: explotaciones con animales que pastorean una parte del año (pero no todo), que aprovechan los recursos del territorio (aunque no lo hagan directamente) o en las que se alimenta al ganado con cultivos propios (que no tienen por qué ser pastos). Miles de pequeñas y medianas ganaderías que aportamos mucho al territorio, a la economía de los pueblos y que fijamos población en la España más despoblada. Cuyos ganaderos y ganaderas trabajamos a pequeña escala, estamos comprometidos con la calidad de nuestras producciones y el bienestar de nuestros animales. ¿Somos ganadería extensiva? Sí, pero no sólo; ya que esa gran diversidad de modelos intermedios, y alejados del esquema de las grandes empresas desvinculadas del territorio, también está representado en COAG. Por eso tenemos claro que ninguna de nuestras ganaderías sobra.

También tenemos claro que si, a raíz de toda esta polémica, la ciudadanía empieza a preocuparse por cómo se producen los alimentos que se consumen, habremos ganado mucho. Por eso, desde nuestra organización animamos a la gente a que, para empezar, busque en las etiquetas el origen de los productos. En muchos no lo van a encontrar porque no es obligatorio indicarlo. En otros encontrarán párrafos imposibles de descifrar o letras de un tamaño microscópico.

Esto es así porque el origen de los alimentos importa y las empresas lo saben. No es lo mismo comprar carne de un animal criado cerca de casa que carne importada desde otro continente: ni el impacto medioambiental es el mismo ni el modelo de producción es el mismo. Pero (y, ojo, porque esto es muy importante) tampoco el precio es el mismo.

La mayoría de alimentos importados son mucho más baratos que los producidos en España porque, al mismo tiempo que la Unión Europea y nuestros Gobiernos exigen a nuestras ganaderías unas estrictas normas de producción, favorecen, la entrada de alimentos producidos bajo estándares más laxos de seguridad alimentaria, bienestar animal, impacto ambiental o condiciones laborales (ejemplos como los tomates de Marruecos o la miel de China tenemos a montones). Los precios de entrada de las importaciones llevan años presionando a la baja los precios pagados a nuestros ganaderos y ganaderas. Y el precio percibido por los productos es el grueso de los ingresos de las explotaciones.

Por eso también pedimos a la ciudadanía que se interese por los precios de los alimentos, que se pregunte a qué se deben esos euros de diferencia entre unos productos y otros. Y que exija a los legisladores normas que garanticen una adecuada remuneración del trabajo en el campo y un reparto equilibrado de los beneficios generados a lo largo de toda la cadena alimentaria. La ganadería es un trabajo que requiere 24 horas al día, 7 días a la semana y que, a día de hoy, no está siendo adecuadamente remunerado.

Las explotaciones que abandonan son aquellas a las que ya no les salen más las cuentas, por muy competitivas que sean. Producir al precio que exigen los mercados mundiales sólo es posible a costa de asumir la destrucción de tejido productivo de nuestros campos o de la pérdida de calidad y garantías de nuestros alimentos. La carne, sea en mayor o en menor cantidad, seguirá comercializándose en España en el corto y medio plazo. La cuestión no es tanto cuánta, sino cómo y quién la producirá y cómo impactará eso en nuestros territorios. Los productores y productoras españoles somos garantía de abastecimiento de alimentos y asumimos nuestro compromiso y responsabilidad en su producción, tal y como hemos hecho siempre. Pero, si queremos un debate honesto en este país sobre modelo de alimentación, es imprescindible hablar también de precios.

En COAG somos los primeros interesados en mantener este debate. Amamos nuestro oficio y queremos seguir ejerciéndolo, pero en unas condiciones dignas. Contamos con toda la ciudadanía para consensuar qué queremos comer y cómo queremos que se produzca esa comida. Soberanía, al fin y al cabo. Soberanía alimentaria.

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