José Luis Marcos / Presidente de ASAJA-Palencia
Lo anticipaba a primeros de año Donaciano Dujo, presidente de ASAJA-Castilla y León: el sector agroganadero afrontaba un 2024 en el que seguramente debería salir otra vez a las calles para defender su derecho a producir, a ejercer su oficio, a que su trabajo y su inversión se vean compensados… en último término, que se respete su libertad de empresa. Y lo expresó con claridad nuestro presidente nacional Pedro Barato en su visita a Palencia a finales de 2023: «La mejor PAC es que lo nuestro valga lo que tiene que valer, y que el consumidor pague lo que tenga que pagar. Lo demás son enredos de mantenimiento, paguitas, subsidios e historias».
Esta postura no significa, ni mucho menos, que agricultores y ganaderos seamos insolidarios con una ciudadanía que viene padeciendo una inflación en los alimentos desconocida para las nuevas generaciones. Habría que remontarse a la crisis del petróleo de 1973 y la Transición para ver subidas en la cesta de la compra como las que sufrimos últimamente. Los datos del propio Instituto Nacional de Estadística (que posiblemente incluso se queden cortos) ya asustan: el precio de los alimentos subió de media casi el 12% en 2023, ¡sobre unos precios que ya aumentaron el 11,6% el año anterior! Es decir, en sólo dos años el 25% de encarecimiento en esos productos (y algunos, como en el aceite de oliva, en torno al 100%). Cualquier economía doméstica se resiente, por más que se maquille esa inflación con deducciones del IVA, aumentos de salarios mínimos, campañas publicitarias para no desperdiciar comida…
Pero el profesional del campo no es causante de esa situación, sino una víctima por partida doble (triple, si es un ganadero, con incrementos semejantes para alimentar a sus animales, sin que pueda repercutir tal sobrecoste). En primer lugar, los profesionales del campo también somos consumidores, también tenemos familias que comen, también vamos a la compra para abastecer despensas y frigoríficos; y también notamos que el mismo billete cunde menos. Además padecemos que esa inflación sirva de coartada para oscuras maniobras de mercado que, de modo más o menos directo, acaban minando la viabilidad de nuestras explotaciones.
IMPORTACIONES SIN CONTROL
Vamos con un ejemplo. Pese a venir de la sementera más cara de la historia, en 2023 hemos cobrado por nuestros cereales un tercio menos que en el año anterior; en parte, por efecto de la importación masiva de grano, unas operaciones que se justifican por la presunta solidaridad con países que, por causas diversas, necesitan vender esa producción. Pero a menudo responden al interés político de controlar la inflación, de forzar rebajas de precio en ciertas materias primas, de manera que la industria compense el alza de otros costes, incluidos los tributarios y laborales.
Es paradójico que esos tejemanejes coincidan con una PAC aún más restrictiva y ecologista que las anteriores (más ecologista, claro, para la producción intracomunitaria; para la exterior sí se relajan criterios a modo de alfombra roja). Por eso, los profesionales del campo nos preguntamos qué escenario (por usar esa palabra tan querida para los políticos: “escenario”) debe darse para que nos dejen trabajar, para que podamos producir con libertad, eficacia y respeto al medio ambiente, como sabemos hacer…
Sí, el consumidor tendrá que pagar lo que nuestros productos valgan, pero habrá que plantear unas políticas agrarias productivas, rentables y realistas. Sin hacernos trampas al solitario. Lo otro, los «enredos de mantenimiento, las paguitas y los subsidios», que decía Pedro Barato, a lo mejor cala en otros segmentos de la población, a lo mejor incluso crea nichos de votantes fieles… Pero no es lo nuestro: en el campo sí queremos trabajar. Y, por desgracia, tenemos que salir a las carreteras y a las calles el miércoles 14 de febrero para manifestarlo y para recordárselo a quienes corresponde.