Con el nacimiento de la apicultura comenzó una relación simbiótica entre apicultores, abejas y plantas que ha llegado hasta la actualidad, ofreciéndonos una gran variedad de mieles que recogen los aromas y sabores de los paisajes aragoneses.
Aragón, es un territorio privilegiado para la apicultura, actividad que se viene desarrollando desde la prehistoria. Actualmente, hay censadas 1.767 explotaciones apícolas, que representan el 4,8 % del total nacional, de las cuales, 294 son de carácter profesional y el resto se dedican a la apicultura de un modo lúdico, frecuentemente, siguiendo una tradición familiar.
El 80 % de estas explotaciones se dedican a la producción de miel y otros productos apícolas como ceras, propóleos, jaleas, etc., actividad que, en su gran mayoría y teniendo en cuenta que el 96 % de las colmenas aragonesas son trashumantes, se compatibiliza con la polinización de árboles frutales y de otros cultivos.
Más allá de ser considerada una actividad económica, la apicultura tiene una importante dimensión ambiental —a través de la acción polinizadora de las abejas, tanto sobre la flora silvestre como en los cultivos— y cultural en Aragón.
UNA MIEL PARA CADA PAISAJE
Aragón tiene una enorme diversidad de ecosistemas lo que da lugar a una gran variedad de mieles, mielatos y melazas: así, desde la alta montaña del Pirineo axial hasta los territorios de influencia mediterránea del sureste de Teruel, pasando por el Prepirineo, las muelas, la huerta y los regadíos de la depresión del Ebro, las serranías Ibéricas, el Moncayo y su cara oculta, además de otros ecosistemas particulares, podemos encontrar, tanto mieles de milflores de primavera y de montaña, como monoflorales de romero, tomillo, alfalfa, girasol y encina.
Para aprovechar esta riqueza varietal, la práctica totalidad de los apicultores aragoneses practican la trashumancia, es decir, van moviendo sus colmenas, de un territorio a otro, siguiendo las distintas floraciones, y/o la trasterminancia, término que se aplica cuando el traslado de sus colmenas no alcanza los 100 kilómetros de distancia. Así, en Aragón, la recolección comienza con las mieles más tempranas de romero y tomillo, continúa con las variedades milflores de primavera y de montaña y con las de cultivos como el girasol o la alfalfa, para concluir la temporada con las mieles y melazas de brezos y encinas.
Por eso, dicen los expertos, es más correcto hablar de mieles de miel, pues se trata de un producto de composición variable, en función de la zona geográfica, las condiciones climáticas, la época de recolección y, sobre todo, la flora de origen. En cualquier caso, se trata de un alimento natural e inalterable que mantiene íntegras sus propiedades organolépticas y saludables —entre las que destacan su contenido energético y sus propiedades antibióticas y estimulantes— sin precisar conservantes.
Y más en el caso de Aragón, donde la gran mayoría de las mieles que se comercializan se elaboran siguiendo unos parámetros de calidad muy exigentes, extrayendo la miel en frío y, en muchos casos, de forma totalmente artesana, como avala el sello de Artesanía Alimentaria de Aragón con el que cuentan una decena de empresas de las tres provincias que comercializan miel y sus derivados o que elaboran productos como el hidromiel.
MUCHO MÁS QUE EL PRIMER EDULCORANTE DE NUESTRA COCINA
El gastrónomo romano Caius Gavio Apicius ya citaba en el siglo I una receta clásica romana de salsa de miel para acompañar el pescado, así como un jamón cocinado en costra de miel y es que, independientemente de su utilidad tanto en repostería como en la elaboración de postres, la miel también está presente en otras elaboraciones culinarias como aderezos de ensaladas, acompañamiento de quesos, foie y otros derivados del pato y carnes de caza o en la elaboración de salsas tanto para carnes como para pescados.
Sin embargo, su condición de primer edulcorante de la historia de la cocina aragonesa, hace que sea en la repostería tradicional donde la miel tenga un papel más relevante.
A nuestra herencia mudéjar debemos en Aragón recetas clásicas protagonizadas por la miel, a menudo acompañando a frutos secos, entre las que destacan varios tipos de turrón, pero también algunos dobladillos como los “refollaos”, las tortas de alma o pastelitos como el “jaqués”.