Miguel Blanco / Secretario General de la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG)
El desperdicio de alimentos a lo largo de la cadena desde su inicio en el campo hasta el último eslabón en un comedor, restaurante o en la cocina del consumidor, es un grave problema y la necesidad de reducirlo es una evidencia. Según la Comisión Europea, entre el sector primario y el sector industrial se genera un 39% del total del desperdicio alimentario en la cadena. Este porcentaje se sitúa únicamente por detrás del que se produce en hogares (42%). Para los agricultores y agricultoras comprobar cómo el fruto de su trabajo se convierte en un excedente alimentario o sufre el despilfarro, ya sea por razones económicas, estéticas o derivadas de exigencias comerciales que disfrazan presiones para reducir aún más los precios al productor, es algo doloroso y absolutamente indeseado.
En un contexto mundial inaceptable de altos niveles de hambruna y pobreza, el despilfarro de alimentos no se puede consentir. Según cálculos de la ONU, la población mundial llegará a los 9.100 millones en 2050, es decir, un tercio más de personas que necesitarán alimentos. La FAO aboga por un incremento en la producción alimentaria del 70% para cubrir dicho aumento de demanda. Desde COAG consideramos que, si bien es necesario un aumento en la producción para atender el presente y futuro aumento poblacional, el enfoque no debe abarcar únicamente el incremento productivo, sino un cambio de modelo que favorezca un reparto correcto de los recursos existentes y asegure un acceso a los mismos y en el que el desperdicio alimentario se considere un factor clave del problema a resolver.
Los mercados globalizados de alimentos están marcados por un elevado carácter especulativo, no regulador, con grandes flujos comerciales y largas cadenas de comercialización, gran volatilidad de precios, y son culpables del montaje y la explosión de enormes burbujas. Un modelo alimentario tal, origina graves perjuicios al conjunto de la sociedad y a los consumidores en particular y genera serios problemas de pérdidas de alimentos en la cadena. Pero es el sector agrario, y especialmente el modelo social de agricultura, el que paga la factura más cara. En el modelo alimentario de las multinacionales no caben las explotaciones agrarias de carácter social, que generan empleo y economía real en el territorio. Es necesario un compromiso firme de desarrollo sostenible de la agricultura como base estratégica de apoyo para una alimentación segura de toda la población.
Además, en el desperdicio de alimentos hay un problema de sostenibilidad ambiental, ya que supone un impacto en el medio ambiente y una enorme pérdida de recursos limitados como agua, tierra y energía: producir para malgastar supone el empleo de recursos sin beneficio, sino más bien perjuicio, para el planeta, para la sociedad y para los propios agricultores, al afectar directamente al entorno en el que desarrollan su actividad económica. Según un estudio de FAO de 2013, cada año, los alimentos que se producen pero luego se desperdician consumen un volumen de agua equivalente al caudal anual del Volga y son responsables de añadir 3.300 mill tn de gases de efecto invernadero a la atmósfera. El 28% por ciento de la superficie agrícola del mundo, 1.400 mill ha, se usan anualmente para producir alimentos que se pierden o desperdician. Además de estos severos impactos ambientales, las consecuencias económicas directas del desperdicio de alimentos (sin contar pescados) alcanzan la cantidad anual de 750.000 mill $.
La difícil gestión de lo imprevisible
Por otro lado, es necesario ser conscientes de que las producciones agrarias tienen una serie de peculiaridades con las que los agricultores y ganaderos han de convivir y que suponen condicionantes a la hora de abordar el desperdicio alimentario en este eslabón, por exceder a su control. Por ejemplo, la producción agrícola y ganadera tiene un elevado grado de imprevisibilidad por las condiciones meteorológicas (sequías, granizos, heladas, lluvias persistentes…), las plagas o las enfermedades, que afectan a la calidad de las producciones y a su cantidad. Además, los efectos del cambio climático además son ya evidentes y existe necesidad de mitigarlos y adaptarse a ellos. Además, los daños causados por plagas y enfermedades a veces se vuelven inevitables por condiciones externas o falta de disponibilidad de métodos para afrontarlas… Por último, gran parte de las frutas y hortalizas o en producciones ganaderas, son altamente perecederas lo que obliga a su rápida comercialización, en muchas ocasiones aceptando las condiciones impuestas por el comprador para evitar el deterioro.
Sin embargo, las principales causas que generan desperdicio en el sector primario son de índole económica o comercial. Como indicaba al principio, el propio modelo productivo marca el paso, así como también lo hace la ineficiencia de la propia cadena alimentaria a la hora de transmitir las demandas de los consumidores y adaptarse a ellas. Lamentablemente, las exigencias de los compradores exceden las normas públicas de comercialización y van más allá, imponiendo requisitos por encima de la legislación que en muchas ocasiones sirven como elemento negociador más que como argumento de mejora de la calidad ofrecida al consumidor. De hecho, en campañas cortas de producción, cuando no hay kilos suficientes, curiosamente dichas exigencias se rebajan.
Las circunstancias económicas del mercado marcan la viabilidad de las producciones. Los precios en origen, que no están regulados y sobre los que los agricultores y ganaderos no tienen control y apenas influencia, hacen que las producciones puedan no llegar al mercado. Incluso puede darse la situación que los propios costes de recolección sean más elevados que el precio a percibir. También existen requisitos estéticos, no ligados a la calidad intrínseca del producto, que provocan que se desvíen de la cadena cuando serían perfectamente aptos para el consumo humano.
Finalmente es necesario señalar que las producciones agrícolas y ganaderas son más inelásticas que la demanda. Un árbol frutal suele tardar más de 3 años en comenzar a dar frutos, mientras que las inversiones en explotaciones ganaderas tienen periodos de amortización muy largos. Pero incluso en producciones de temporada se dan dificultades de adaptación a la demanda del consumidor y a sus variaciones, como pueden ser las crisis alimentarias, que generan situaciones indeseadas de desperdicio.
¿Qué estamos haciendo desde el sector agrario para reducir el desperdicio?
Para COAG la solución a esta situación pasa por revisar el actual marco alimentario en el que nos encontramos sumidos. Es necesario revertir la situación actual y sacar la alimentación de los mercados especulativos, para colocarla como un derecho universal de ciudadanía y un derecho de agricultores/as y ganaderos/as a producir alimentos.
En cualquier caso, los agricultores y ganaderos no rechazamos nuestra responsabilidad y somos conscientes de que hay espacio para mejorar y reducir el desperdicio alimentario en nuestro sector. La innovación en este caso es un aspecto fundamental. Mejoras en las prácticas de cultivo, en la eficiencia en la recolección, en la calidad de los productos, en la adaptación a las necesidades del consumidor (mejora varietal, mejora en los calendarios de comercialización…) a través de una mejor colaboración de los distintos agentes de la cadena, o mejoras para disponer de un amplio abanico de herramientas para luchas contra plagas y enfermedades, entre otros, son aspectos clave para abordar este asunto.
Además, debemos mejorar en el modo en el que nos relacionamos con el consumidor, estableciendo relaciones confianza entre ambos. Todos los agentes de la cadena, desde el agricultor hasta el consumidor, pasando por industria y distribución, debemos colaborar para reducir al mínimo el desperdicio alimentario en el marco de una cadena agroalimentaria sostenible. La visión de cadena a la hora de abordar las soluciones al problema es fundamental ya que puede permitir una mejor planificación de la producción y de las cosechas y un mejor conocimiento de las demandas e intereses del consumidor.
En esta labor prioritaria estamos embarcados, Sirva de ejemplo la iniciativa ARCo, Agricultura de Responsabilidad Compartida (www.arcocoag.org), que hemos promovido desde 2011 y que busca desarrollar relaciones directas y estables entre las y los agricultores y el sector consumidor, mediante canales cortos de comercialización. Creemos que promoviendo modelos de producción y consumo, respetuosos con el entorno y socialmente más sensibles, desde una perspectiva agroecológica, podemos avanzar en la reducción de las pérdidas de alimentos.
Por otro lado, desde COAG también se han lanzado diversas campañas de comunicación animando al consumidor a apostar por los productos de temporada y de proximidad, reduciendo las tasas de desperdicio de estos al no verse sustituidos por otros alimentos de fuera de temporada. Además, de esta forma, se favorece la economía local y la actividad agraria estatal, y el consumidor accede a alimentos más frescos y que no han sufrido largos desplazamientos. En este sentido, consideramos absolutamente imprescindible un etiquetado claro. La información y formación del consumidor es vital para afrontar el problema del desperdicio, no sólo en lo referente a los problemas para discernir entre fechas de caducidad y de consumo preferente, sino también respecto a la procedencia, composición, etc…
También es importante aumentar la relación y colaboración en el plano horizontal entre agricultores y ganaderos, por ejemplo. En este sentido, desde COAG se han impulsado proyectos para conocer nuevas vías innovadoras de gestión de subproductos ganaderos en las explotaciones agrícolas o de suministro a los ganaderos productos que los agricultores no han podido vender o restos vegetales que pueden incluirse en la alimentación animal. Se trata de una forma de valorizar los productos y reducir el desperdicio. Existen dificultades como los límites en lo que estos productos pueden entrar en la ración de un animal o la gestión logística de los mismos, pero es una práctica habitual y extendida.