La arqueología agraria se afana en sacar a la luz los restos de lo que la agricultura fue para conocimiento de la sociedad y como aprendizaje. Las tierras de cultivo aportan mucho más de lo que se ve a simple vista porque en su subsuelo siguen estando las pistas y las huellas para entender cómo el sector primario ha sido y sigue siendo esencial en la Historia de la Humanidad. Y es que la arqueología agraria también aporta lecciones al campo actual.
En Asturias, el grupo Llabor lleva 13 años desarrollando catas que permiten «entender» el paisaje «intentando dar voz» a grupos sociales», como los agricultores, que «generalmente no están muy presentes» para la arqueología, según señala a Efeagro su directora, Margarita Fernández.
Excavan principalmente en campos de cultivo como terrazas agrarias para conocer cuándo se construyo ese sistema de producción y han podido constatarlas desde el siglo XIV. Pero las técnicas son múltiples y todas pueden servir para extraer esa parte de información agraria que ha quedado soterrada.
Así, estudian el suelo por estratos y detectan, por ejemplo, que en alguno hay restos de cerámica: esos le da una pista cronológica sobre ese campo ya que los agricultores usaban un recipiente de cerámica para llevar el abono (estiércol) desde su casa.
El estudio de los fósiles de microorganismos es también esencial, según apunta, porque algunos están vinculados a determinados tipos de cultivos, como el maíz o el trigo, y su presencia es indicativa de que ahí hubo producción de uno u otro tipo de cereal.
Pero si hay un descubrimiento «espectacular» en estos años de trabajo, ése fue el que hallaron en Vigaña cuando en una cata para estudiar las terrazas agrícolas del siglo XIX, desvelaron que esa terraza se superponía a otra capa que correspondía a un campo de maíz más antiguo, de la época moderna; y éste a su vez se superponía sobre otros usos hasta que llegaron al más antiguo: restos de cabañas que databan del Neolítico.
Toda esta investigación de la arqueología agraria sirve como «elemento identitario» de las poblaciones actuales y también para ver la respuesta que dio el campesinado a lo largo de la Historia a las distintas problemáticas que se le iban presentando.
EN BUSCA DE LA HUELLA ARQUEOLÓGICA
Ana Mateos es científica experta en paleofisiología y ecología humana en el Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (Cenieh) y señala la importancia de buscar la «huella arqueológica» de los sistemas agroalimentarios del pasado para conocer los cultivos, tareas agrícolas o herramientas que utilizaban.
Reconoce que es una labor ardua porque quedan pocos rastros pero, aún así, tienen «varias formas» de aproximarse a ese conocimiento y lo hacen a través de la arqueobotánica que permite analizar restos carbonizados o mineralizados de semillas, frutos o de polen.
Otras «huella arqueológica interesante» es estudiar los fragmentos de recipientes de cerámica porque pueden contener residuos mineralizados.
Por ejemplo, en el yacimiento catalán de Genó se descubrieron residuos de cerveza en el fondo de vasijas; supuso la «primera evidencia» del consumo de cerveza allá por el año 1.200 antes de Cristo, en la edad de Bronce.
También del análisis de fragmentos de cerámica se han extraído restos de harina y sal, leche o hidromiel, que dan una idea de las tendencias alimentarias de la época.
Mateos incide también en la importancia de los agujeros excavados en el suelo a modo de silo agrícola o de utensilios que fueron usados como herramientas para trabajar el campo porque contienen restos, como es el caso de pequeñas azuelas en piedra pulimentada.
Todo ello, unido al estudio de la geología y de la ecología del paisaje permiten hacerse una idea de cómo evolucionó la agricultura.
Para Mateos, no se trata de un conocimiento baladí porque muestra cómo los antepasados del hombre actual consiguieron desarrollar una agricultura que «seguía los ritmos de la naturaleza» de una forma «no tan intensiva» como la actual.
REGADÍOS QUE SIGUEN FUNCIONANDO DESPUÉS DE MIL AÑOS
En esa línea de proteger los usos agrícolas históricos trabajan desde el laboratorio de Arqueología biocultural (Memolab), cuyo coordinador, José María Martín, cuenta cómo estudian desde una perspectiva histórica y arqueológica los sistemas de regadíos históricos en Granada y Almería.
Son 830 sistemas para 200.000 hectáreas los que hay ahora en funcionamiento en esas dos provincias gracias a una red de más de 24.000 kilómetros de acequias; en su mayoría fueron construidos en época medieval y siguen funcionando.
De su estudio se extrae que este regadío es una «parte importante de nuestro paisaje» y esencial para la «subsistencia de suelos fértiles».
De ahí la importancia de «preservarlos» ya que en sus «1.000 años» de funcionamiento han producido de forma «ininterrumpida» con dos cosechas al año y «sin agotar los recursos». No obstante, este regadío se enfrenta al «prejuicio» de ser menos eficientes con el uso del agua por la visión «ingenieril» que hay en este asunto.
Sin embargo, mantiene que los regadíos históricos son «mucho más eficientes» que el tecnificado si se atiende a criterios «multifuncionales».
En el riego tecnificado se usa «una gota de agua» para que «llegue a la raíz de la planta» ya que se concibe «sólo para producir» y, sin embargo, con el sistema histórico se necesitan «tres gotas: una para llevarla a la raíz y producir; otra para mantener la biodiversidad y fertilidad del suelo; y la tercera para recarga de acuíferos.
Por eso, cree que el agua «no se pierde» sino que se infiltra para cumplir «otras funcionalidades».
En Memolab por lo tanto están empeñados en «visibilizar y demostrar que estos sistemas históricos de regadíos tienen una gran cantidad de valores productivos, ambientales y patrimoniales».
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