José Luis Marcos / Presidente de ASAJA-Palencia

Un asociado de ASAJA-Palencia me contaba hace poco que el ser humano, antes de inventar estos oficios de la agricultura y la ganadería que afortunadamente nos garantizan el alimento, tenía en cada tribu un catador de cosechas. Nuestra especie iba explorando qué frutos de la naturaleza podía ingerir, pero cada descubrimiento se pagaba con el peaje de no pocos dolores e intoxicaciones por parte de ese miembro privilegiado del clan —una especie de rey o de mago—, con una supuesta aptitud para encajar mejor las pruebas, una capacidad que le permitía no padecer demasiado ni morir en el intento si aquello que comía no era apto para el consumo.

Más tarde, los poderosos buscaron cómo desprenderse de la tarea y buscaron un animal, un prisionero o un esclavo para asumir los riesgos. Y todos tenemos en mente películas donde algún personaje con mando, si sospechaba que podían envenenarlo, no probaba bocado o sorbo alguno hasta que un siervo lo cataba antes.

Cuento esto aquí porque los profesionales del campo tenemos a menudo la sensación de que ciertas esferas del poder actual nos han encasquetado ese papel de catadores, no de cosechas, sino de experimentos burocráticos y de normativas medioambientales de cuyos efectos reales saben poco o nada sus propios promotores.

Si el ser humano de tiempos remotos descubría qué podía comer a base de indigestar e indisponer al probador de turno, a los agricultores y los ganaderos de hoy nos toca el ingrato papel de ensayar en nuestras explotaciones toda clase de ocurrencias y de apetencias ideadas (vamos a pensar bien) para supuesto beneficio de las personas y para conservar el planeta.

Pero a los profesionales del campo ya empieza a dolernos la barriga con tanto probar esto y aquello, con tanto requisito que sale de altos despachos, con tanto ensayar, en fin, medidas ocurrentes a ver si el pajarito tal y la mariposa cual se animan a instalarse en ese humedal o en aquella loma que linda con nuestras tierras.

Para más inri, nosotros no podemos esquivar ese papel de catadores de cosechas y experimentos que nos adjudican políticos y burócratas, ni derivar la tarea a un tercero. Salvo que renunciemos a unas ayudas indispensables para la rentabilidad de la explotación, nos toca pasar por el aro y, a la fuerza, convertirnos en el mago rural o el rey campestre con capacidad para resistir esas ideas, esos programas, esos esquemas, tanto da si son luminosos como venenosos para nuestro sector. Y, ya digo, nos duele la barriga.

Terminaremos con unos datos para la reflexión. En torno al 86% de las hectáreas de la PAC de este año en España se han acogido a uno de los llamados ecorregímenes, que incluyen prácticas más o menos contrastadas, pero también frutillos raros que alguno halla en esa selva ideológica del buenismo ecologista… y que ofrece a ver qué pasa. Esos ecoesquemas sustitutos del llamado «pago verde», recompensan, supuestamente, una agroganadería que beneficia más al clima y al medio ambiente. Pues bien, si en nuestra comunidad autónoma, Castilla y León, el porcentaje de hectáreas acogidas a algún ecorrégimen llega al 95% (es decir, casi toda la superficie), en otras regiones del país sólo ronda el 40%. Así que uno se pregunta si es que en esta tierra estamos trabajando para mejorar el clima y el medio ambiente de todos, o es que aquí nos toca probar lo que otros no quieren… y eso explicaría el dolor de tripas y del alma que padecen nuestros profesionales del campo.

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