Artículo conjunto de las empresas Biosabor, Casi, Coprohníjar, Granada-La Palma, Hortichuelas, Unica y Vicasol
Cuando estalló la crisis del Covid y Europa no tenía mascarillas, nos preguntábamos que habíamos hecho mal. Desde el punto de vista de maximizar el beneficio, no hay nada que objetar; se siguieron los preceptos que nos enseñaron en las escuelas de negocio consistentes en ser eficiente y reducir costes para ganar más. La competencia nos empujó a apretar a proveedores locales hasta que no pudieron más y entonces nos fuimos a China a comprar mascarillas y, cuando de verdad las necesitábamos, no teníamos. Este modelo de la sacrosanta cadena de valor se aplica en otros modelos incluida la agroalimentación. Al contrario que con las mascarillas durante la crisis del Covid no faltó comida en España, fuimos el país del mundo que mejor gestionó esta situación y, es más, continuábamos exportando alimentación al resto del mundo sin bajar el ritmo ni pedir contraprestaciones.
La cadena de valor es solo un mapa, no es el territorio. El territorio es mucho más complejo y sensible. Con el esquema de cadena de valor en mente apretamos a proveedores sin límite; somos serviles con quien nos compra hasta el punto de que hemos perdido la capacidad de interlocución hacia adelante. Solo sabemos hablar de precios y con otras empresas que están en nuestro mismo eslabón de la cadena somos híper competitivos como lobos. Todos somos muy eficientes pero como grupo, como cadena de valor, a veces destruimos el valor que decimos crear y mantener y nadie parece ser culpable.
El caso del tomate español es un claro ejemplo. Ha ido reduciéndose drásticamente de España; Canarias fue el primero, después Murcia y ahora toca a las puertas de Almería, el último gran reducto. Puede haber razones varias por cada tipo de tomate: que si mano de obra, que si Holanda, que si sabor, en fin, pero buscando la causalidad ultima está nuestra visión de la cadena de valor. La presión del precio, precio, precio, es decir: bajar el precio de compra cada vez más, mientras se exige subir calidad y servicio a proveedores, es lo que está matando al tomate. Entramos así en una espiral que va perjudicando cada vez a productores por miedo a perder los programas comerciales con los clientes, pero también a la distribución que empieza a no encontrar proveedores españoles dispuestos a aceptar sus precios.
La distribución tiene la capacidad de poder apretar a unos productores atomizados porque compiten entre ellos sin tregua. El productor acepta porque si no, siempre hay alguien que lo va a vender a ese precio y se puede quedar fuera, y eso sí que sería un problema. Acepta hasta que no puede más y entonces deja de producir tomate. “No importa, nos vamos a Marruecos o Portugal o donde sea”, dicen desde el siguiente eslabón. Llegados a este punto, como ocurrió con las mascarillas, cuando falte, cuando la calidad no sea la misma, cuando la seguridad no sea la misma, cuando el servicio no sea el mismo, cuando el precio no sea el mismo, ¿qué harán esos supermercados? ¿Qué les dirán a sus clientes? ¿A cuantos jefes de compras van a despedir hasta ver donde esta el problema?
En origen nos manifestamos por las calles de nuestros pueblos, cuando los precios están mal y nos quedamos en casa cuando están bien. Acudimos a los políticos locales buscando soluciones o pedimos leyes como la Ley de la Cadena para que intente solucionar el problema, pero si no nos compran a nosotros y compran a otro origen ¿de qué vale una Ley de la Cadena? Ni manifestarse, ni legislación, ni esperar que los políticos actúen va a solucionar el problema, la cadena de valor nos encadena a un modelo que, en el caso del tomate español lo está matando.
Tenemos que hacer algo distinto y ya, si queremos seguir teniendo una industria española agroalimentaria fuerte y soberana, que nos aporte riqueza y autonomía, eso solo se consigue en una mesa de valor conjunto y no en una cadena de valor “aprietaproveedores”.
Los números se conocen. El agricultor necesita unos ingresos que cubran sus costes y un poco más para poder producir tomates y vivir. Los supermercados, igual. Sentémonos y hablemos de cómo mantener la enorme riqueza de estar en un país como España, autosuficiente y excedentario de productos alimentarios de excelente calidad, y establezcamos de una vez un entorno sensato para todos. No estamos hablando de infringir leyes de competencia, es solo sentido común. En este entorno, al consumidor le dará igual pagar por un kilo de tomate 1,69 € en tienda ó 1,79 €; pero esa sutil diferencia, sí llega al agricultor, hará el gran cambio, que tengamos tomates españoles de agricultores comprometidos que luego serán a su vez fieles clientes de los supermercados. Igual pasa con la leche, carne, frutas y el resto de las hortalizas; no podemos seguir jugando con las cosas de comer. Los ultraprocesados se venden por unidades a precios que rara vez bajan de los 15 €/kilo (haga la prueba por favor). Son grandes marcas y grandes empresas con un gran lobby y presupuesto marketing y saben bien cómo actuar.
¿Qué sentido tienen los ODS de Naciones Unidas, el Green Deal y el Farm to Fork europeos si tenemos una trituradora de valor que aplasta el valor común? ¿De qué sirve ser súper sostenibles aquí si luego vamos a competir por precio con un producto de allí que no lo es y que es más barato? Si solo vamos al precio ciego no hay futuro para nadie, tampoco para el consumidor ni para supermercados.
Mantener el tomate español es justo, necesario y sensato. Es la parte del león de la compra de hortalizas. Si no cuidamos el tomate hoy y iremos perdiendo después otros productos y España y Europa irán yendo paso a paso a ser dependientes agroalimentariamente y estarán a merced de países como China, Marruecos, Turquía, Sudáfrica u otros nos vayan marcando el ritmo de precio y suministro.
Nos necesitamos todos y las soluciones han de venir de un trabajo en equipo, pero especialmente, de supermercados y productores líderes que definan un escenario sensato donde el porqué de las cosas sea también un factor de competitividad además del precio o acabaremos todos en la cola del banco de alimentos.
Tal cual, sin quitar ni poner ni un punto ni una coma. Todos somos consumidores finales y todos debemos concienciarnos.