Natalia Díaz / Secretaria General Asociación para el Desarrollo de Serranía Celtibérica (ADSC)
Sección de Guadalajara
Decía Hegel, el filósofo de la Razón, que el “Espíritu” o conciencia de uno mismo, aplicado a la historia de los pueblos, es algo más que una individualidad: es un espíritu universal, y depende de la representación que los pueblos hacen de sí mismos. Resulta que los valores más esenciales, los que nos unen en tanto que comunidad y en tanto que seres humanos, parece que están estos días de vuelta, o que salen a la luz revelando lo mejor de nosotros.
Durante el confinamiento y estado de alarma, en los medios de comunicación y redes sociales se ha resaltado que hemos “recuperado el sentimiento de solidaridad”. Virtudes
como la compasión, el compañerismo, la generosidad, el estar unidos… son los valores positivos que nos está regalando esta situación excepcional. Quién puede negar este efecto positivo. Aunque habría que añadir, “sólo si se hace extensivo en el tiempo”. Los españoles somos muy dados a grandes acciones, digamos que heroicas, en momentos extremos; y luego, tendemos a desinflarnos como un globo. Pero esa no es la cuestión. Lo que asombra, a veces indigna, es que estas acciones se pongan sobre la mesa, como siempre, desde el punto de vista urbano, el de las grandes ciudades…
Curiosamente, se está pasando por alto que estos valores están presentes en el día a día de
nuestros pequeños municipios rurales. No es que los hayamos rescatado en las últimas
semanas: siempre han estado ahí. Por supuesto, no somos comunidades perfectas; lo mejor y lo peor de nosotros también conviven en el ámbito rural. Pero la solidaridad nunca ha dejado de existir. Precisamente son las carencias sociales que tenemos en las zonas tan
despobladas de nuestro territorio las que en el día a día nos sacan esa parte mejor: ofrecer
el traslado en nuestro coche al vecino que no puede desplazarse, a falta de servicio de
transporte público; comprobar que los mayores que viven solos tienen buena salud, porque
el médico o asistente sanitario viene una vez a la semana; o cada dos. Organizar actividades
lúdicas para los niños dispersos aquí y allá, para que ellos también tengan su actividad extraescolar en el medio de la nada. Preocuparnos por la cosecha del vecino porque granizó,
ofrecer ayuda para recoger la fruta porque ya duelen esos huesos; juntarnos a festejar el fin
de la vendimia con un chato en las cuevas…
Sabemos que el desarrollo económico y social es a dos velocidades: la de las grandes
ciudades o núcleos poblacionales de más de equis habitantes, y la de las zonas rurales
despobladas, semi-abandonadas. Llevamos un tiempo reclamando y exigiendo que cuando
se hable de “ciudadanía” se incluya también a la “gran minoría” que vivimos en tierras
silenciosas, que no tan lejanas. Pero una inclusión que tenga en cuenta las características de
nuestra cultura rural ya que no queremos ni debemos ser “abducidos” por un pensamiento
único cosmopolita. Aquellos que sostenemos el sector primario o que trabajamos en los
servicios públicos básicos; aquellos que por nacimiento o elección vivimos junto a los
árboles y los montes, las tierras labradas, los paisajes inmensos de nuestro país no
urbanizado… somos algo más que anécdotas para rellenar un artículo en tiempos de escasez
de noticias o de “pintorequismo” periodístico. Somos algo más que un territorio por
conquistar por el mercado laboral y empresarial.
Hay una esencia o espíritu en nuestro desarrollo social que nació del campo, se desarrolló
pegado a la tierra y a sus demandas, y que hace décadas, de la mano del desarrollo
industrial y tecnológico, se extendió a las ciudades. Estas, embarcadas en una carrera por
alcanzar nuestro estado del bienestar a través del consumo incesante y el impulso del
individualismo que busca su propio placer, terminaron engullendo milenios de vida en
comunidad. El esfuerzo y el trabajo en grupo, la resistencia con sacrificio frente a las
dificultades, quedaron sepultados y olvidados por todos. Y ahí perdimos una ocasión única.
Poco a poco nos adentramos en una desescalada del confinamiento social que traerá de
nuevo el contacto entre habitantes urbanos y habitantes rurales. Y es ahora cuando, los
custodios de un territorio abandonado que se pierde en la bruma, alzamos la voz. Llevamos
en nuestras manos la esencia de una forma de vida que aún pervive y queremos que cuando
se nos saque a la luz por lo que nuestra cultura rural aporta, se reconozca una trayectoria de
siglos, nuestro recorrido ancestral. El espíritu de nuestros pueblos es el de la unión en
tiempos de dureza y crisis. Nos alegra que en las ciudades se esté recuperando este espíritu
también, y que dure. Ojalá que cuando todo esto pase, en un futuro que aún no
vislumbramos, ese espíritu sea no solamente el que nos une, sino también el que nos
visibiliza y reconoce. Somos algo más que números y estadística, somos algo más que
cantera de la que extraer riqueza; mucho más que parques temáticos donde la ciudad viene
a satisfacer sus necesidades según sus reglas y principios. No. Hay un pulso de vida en la
España abandonada que es memoria viva todavía, un latido del que se puede aprender y
que hay que respetar desde la humildad, desde el deseo consciente de recibir lo que nos
ofrece. Siendo parte de su conservación, porque este es el auténtico desarrollo de los
pueblos, y no otro.
Miradnos más allá de vuestra mirada urbano-centrista. Poneos en nuestro lugar. Cuando
vengáis a visitarnos, apreciad el paisaje, las costumbres, el patrimonio, sí. Pero entended
que nuestro patrimonio intangible incluye unos valores que apreciamos y conservamos. Que
queremos que sean de todos. Que somos ciudadanía, aunque seamos rurales, y pedimos
que os unáis a nosotros cuando exigimos que se nos reconozca como ciudadanía española
con todos los derechos sociales asignados. Miradnos. Hay un espíritu en los pueblos que
ningún virus nos va a quitar. Queremos compartirlo. Y queremos que, en esta lucha y
defensa del territorio, vosotros también estéis presentes.